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NÚMERO 8

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Tom Wolfe: puro lenguaje

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La teoría de la evolución demostró su insuficiencia: con el lenguaje había topado. Tampoco resultaron exitosos los conceptos innatistas de Chomsky. Avanza el siglo XXI y la pregunta por el lenguaje y sus orígenes permanece.

La teoría de la evolución demostró su insuficiencia: con el lenguaje había topado. Tampoco resultaron exitosos los conceptos innatistas de Chomsky. Avanza el siglo XXI y la pregunta por el lenguaje y sus orígenes permanece.

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El libro póstumo de Tom Wolfe es una reflexión sobre el lenguaje de alguien que ya no es sino eso, puro lenguaje.

Por Pilar G. Rodríguez

Anagrama publica "El reino del lenguaje", el testamento literario de Tom Wolfe.
Anagrama publica «El reino del lenguaje», el testamento literario de Tom Wolfe.

En la última de sus investigaciones, transformada en libro póstumo, Tom Wolfe se ocupa del misterio del lenguaje, de sus enigmas, de qué es y cuáles son sus orígenes. Publicado en Anagrama, El reino del lenguaje repasa las diversas teorías, propuestas y opciones, desde que hace siglo y medio Charles Darwin decidiera que su particular teoría del todo, la evolución, debía dar respuesta a todo, y esto incluía, naturalmente, el lenguaje. A partir de ahí enumera el historial de fracasos sucesivos de las disciplinas que se han acercado a esta materia: la antropología, la lingüística, la filosofía, la psicología… De modo que él mismo, una noche “luminosa”, se aventura a lanzar su propia hipótesis en forma de revelación: “¡El habla es una auténtica arma nuclear! (…)”. Y más adelante: “Las palabras son artefactos, y hasta que el hombre no fue capaz de hablar, no pudo crear otros artefactos, ya fuera una honda, un iPhone o el tango”.

Tom Wolfe, en modo iluminado, lanza una noche su hipótesis: «¡Las palabras son artefactos!»

Pronuncia a continuación el advenimiento de un cuarto reino en la Tierra, después del animal, el vegetal y el mineral, que es o será el regnum loquax, el de los que hablan, el reino locuaz, y acaba con una imagen que lo incluye a sí mismo, a esa primera persona del singular que fue: “Andaba yo anoche (…). Alcé la vista del libro (…)”. Lo que viene a continuación es el broche de su narración y poco importa una vez destripado el final del libro (si es ensayo se puede, ¿no?). Importa más esa primera persona de alguien que era y ya no es, de alguien que murió dejando tras de sí unas cuantas páginas más que añadir a una vida lidiando con palabras, a vueltas con el lenguaje. Curioso que Tom Wolfe haya dedicado sus últimas páginas a ese tema ahora que, tras su muerte el pasado 15 de mayo, él mismo se ha convertido en lenguaje. Y eso es lo que queda: su particular manera de expresarse, su modo de crear y usar el artefacto del lenguaje, nos queda su palabra.

Darwin vs Wallace

Todo lo anterior ocupa la última parte de El reino del lenguaje. Pero antes de que Wolfe se lance con lo suyo ha hecho un exhaustivo repaso por los hitos de la investigación sobre el lenguaje. En eso consiste básicamente el libro, que arranca con dos personas llegando a conclusiones muy parecidas desde distintos lugares y en distintos años. A uno lo conocemos porque es Darwin y estaba en Londres en contacto con las societies; a otro, seguramente, no, porque es Alfred Wallace y estaba muy enfermo de malaria en un archipiélago perdido. Problemilla: lo de que todos los animales “de los simios a los insectos, luchan por sobrevivir y solo los más ‘aptos’ (…) sobreviven” es de Wallace. Mala suerte para el “papamoscas” como lo llama Wolfe y mala conciencia para Charles Darwin, que, condescendiente, hizo hueco en diversas publicaciones y ámbitos científicos a las conclusiones de Wallace.

Charles Darwin y Alfred Wallace llegaron a conclusiones semejantes respecto a la evolución de las especies. Se diferenciaron en el lugar que en ella ocupaba el lenguaje: Darwin se empeñó en «incrustrarlo» en su teoría sí o sí

Con todo, los estudios de ambos tenían un gran pero: el lenguaje. La evolución no lo explicaba y, cuando Darwin se empeñó que tenía que hacerlo sí o sí, su fracaso fue notorio. Lo de que “el lenguaje, sostenía Darwin, tenía su origen en el canto de los pájaros durante la época de apareamiento” solo le convenció a él. La postura de Wallace fue mucho más elegante aceptando ciertos fracasos de la teoría evolutiva. Menos elegantes eran las críticas de Max Müller, quien afirmaba con rotundidad que “el lenguaje era una nítida línea de demarcación que elevaba al hombre por encima del animal”. El gran debate se adormeció tras la muerte de Darwin, en 1882 y se revolvió tímidamente cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, entonces el estudio de la disciplina se acercó a las matemáticas, la estadística y se convirtió en una ciencia dura o exacta. Los lingüistas tuteaban a los ingenieros y se encontraban con ellos en las reuniones del MIT. Entonces apareció Noam Chomsky.

El lenguaje está «aquí»

“Noam carisma” es el título del capítulo que Wolfe le dedica a Chomsky. Como investigador y como fenómeno es lo más relevante que le ha pasado a la lingüística en su corta vida. Wolfe explica de forma clara y concisa algunos de sus hitos: “El lenguaje no era algo que se aprendía, se venía al mundo dotado de un ‘órgano del lenguaje’. Entraba en funcionamiento en el momento de nacer, del mismo modo en que el corazón y los riñones ya latían, filtraban y excretaban (…). Cualquiera que fuese, el órgano del lenguaje de cada niño podía utilizar la ‘estructura profunda’, la ‘gramática universal’ y el ‘dispositivo de adquisición del lenguaje’ con los que había nacido para expresar lo que tuviera que decir”. Con ello, Chomsky se erigía en un nuevo Platón y su teoría del lenguaje innato, un nuevo episodio de las categorías. Si alguien quería incordiarle –alguien como el escritor John Gliedman– le preguntaba que dónde estaba ese órgano que decía haber descubierto: “¿Hay un sitio especial en el cerebro (…)?», inquiría Gliedman. “Poco se sabe de los sistemas cognitivos y su base neurológica –replicó Chomsky–, pero al parecer la representación y el uso del lenguaje implican estructuras neuronales específicas, aunque su naturaleza aún no se comprenda bien”. Vale, el reino del lenguaje era en esos momentos el reinado de Chomsky y no estaba inquieto: el tiempo confirmaría todo lo que él venía diciendo.

Noam Chomsky era el soberano en el reino del lenguaje hasta que llegaron Everett, los pirahā y su idioma hipersencillo construido a imagen y semejanza de su hipersencilla cultura: de innatismo nada

"No duermas, hay serpientes", de Daniel Everett, editado por Turner.
«No duermas, hay serpientes», de Daniel Everett, editado por Turner.

Pero al rey Chomsky, tal y como sucediera a Darwin con el tal Wallace, le salió otro “papamoscas” venido de las profundidades de la selva amazónica brasileña con un descubrimiento sorprendente. Daniel L. Everett había descubierto, en la de la tribu de los pirahā, una lengua sin ninguno de los atributos supuestamente universales según Chomsky: “Era la propia cultura (…), su singular forma de vida, la que estructuraba la lengua”. No tenían números ni colores, ni expresiones que no fueran referidas al presente y menos subordinación, ese tipo de recursividad sobre el que Chomsky basó buena parte de sus teorías. Se trataba simplemente de una herramienta hecha a la medida de sus necesidades particulares. A la porra el innatismo y las categorías, adiós al mundo neoplatónico dibujado por Chomsky. Por si fuera poco, Everett escribió un libro que fue todo un éxito no solo entre público especializado, un libro de aventuras y lenguaje al que tituló No duermas, hay serpientes, era el particularísimo y adaptado “buenas noches” de esa tribu.

Hagan sus apuestas

El libro no sirvió para derrocar el prestigio de Chomsky convertido en icono por motivos lingüísticos y sobre todo extralingüísticos, pero tampoco lo pretendía. Eso sí, hacía retroceder lo que se suponía que se sabía sobre el lenguaje a términos socráticos: de nuevo se sabía que no se sabía nada. O muy poco. De modo que las hipótesis estaban abiertas y cada uno formulaba la suya, Tom Wolfe incluido: ¿era entonces el lenguaje un artefacto, una herramienta, un producto cultural, un sistema nemotécnico? A saber…

Es posible que nombres como “misterio” o “enigma” tarden aún muchos años en dejar de acompañar a la pregunta por el lenguaje y sus orígenes, pero de momento lo tenemos, tenemos el lenguaje y nos queda la palabra. Es un gran logro, un “superpoder”, como lo califica Wolfe al comienzo del libro. Es lo que somos cuando ya no somos nada; nada más que lenguaje, que no es poco.

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