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NÚMERO 8

Dosier

¿Qué queda en pie hoy del pensamiento de Kant?

La actualidad del filósofo 300 años después

F+ Margaret Cavendish

Conversación con Margaret Cavendish · Filco+

«Señora Margaret Cavendish, usted fue una pensadora ecléctica y autora de la primera novela de ciencia ficción escrita por una mujer. Nada mal para una duquesa del siglo XVII», le comenta el entrevistador a Cavendish en esta conversación imaginada y escrita por Laura Martínez Alarcón. «En efecto, nada mal —le responde ella—. Pero ¡oiga!, no…

F+ Ortega y Gasset

Conversación con Ortega y Gasset · Filco+

José Ortega y Gasset fue uno de los filósofos españoles más importantes del siglo XX. Un pensador inconformista y muy comprometido con la verdad. Supo aprovechar tanto la tribuna universitaria como la prensa escrita para forjar una filosofía original, a pesar de los tiempos oscuros que le tocó vivir. «¿Por qué esa inquietud por lo…

F+ La duda, motor del conocimiento

dosier La duda · Filco+

Dudar es pensar. La duda es el motor del conocimiento. Así ha sido siempre, desde el principio de los tiempos hasta el día de hoy. Sin su impulso, la humanidad no habría avanzado, porque la duda promueve la revisión, la mejora y el avance. Dudar es, como dijo Aristóteles, el principio de la sabiduría. Hay…

8 razones para acercarse a la filosofía

La lechuza representa la sabiduría porque es el símbolo de Minerva (o Atenea), la diosa de la razón y el conocimiento. Diseño propio realizado a partir de la fotografía de dannymoore1973 (Pixabay, CC).

¿Por qué acercarse a la filosofía? La filosofía es una disciplina muy peculiar. Contaba un profesor de filosofía que tuve una vez que si las ciencias son linternas que alumbran al mundo (la biología, a los seres vivos; las matemáticas, a los números y sus relaciones), la filosofía tiene —además— la capacidad de alumbrar a…

Escepticismo como actitud filosófica

podcast Filconcepto Escepticismo

Conceptos filosóficos explicados al oído por el filósofo Miguel Antón. En este episodio hablamos del escepticismo como actitud filosófica. Si tuviéramos que explicar brevemente en qué consiste esta actitud filosófica, diríamos que se trata de dudar de la veracidad del conocimiento al que se tiene acceso y, en su versión más radical, podría sostenerse incluso…

F+ Mujeres, poder y conocimiento

Adelantos_en exclusiva Mujeres, poder y conocimiento

En exclusiva para los suscriptores Filco+, la introducción del libro Mujeres, poder y conocimiento, de Flor Emilce Cely, de próxima publicación en la colección Contrapunto del catálogo Herder 2022.

Introducción

Los temas epistemológicos tradicionales se han transformado significativamente durante las últimas décadas gracias a la consideración de la injerencia de las relaciones y las estructuras de poder en la producción de conocimiento. Esto ha llevado a replantear la demarcación de fronteras entre áreas que tradicionalmente se han considerado aisladas e independientes como la epistemología, la ética y la política. Como una parte de las epistemologías sociales, la epistemología feminista cuestiona la epistemología tradicional en sus pretensiones de universalidad, individualismo y neutralidad, y sus ideas asociadas de sujeto epistémico descorporizado, eminentemente racional, sin afectos y no situado. En este libro se presentan algunos temas centrales de la epistemología feminista, haciendo énfasis en cómo los sesgos y las relaciones de género han afectado a la producción y a las prácticas de conocimiento y las consecuencias que ello ha tenido para las mujeres en términos prácticos y de empoderamiento.

Uno de los puntos de partida de tal epistemología es la oposición a los dualismos tradicionales que crearon unas brechas significativas entre el cuerpo y la mente; la razón y la emoción; el pensamiento y la acción; y entre el yo y los otros. Las epistemologías feministas defienden en oposición a este ideal, un sujeto epistémico corporizado, afectivo, intersubjetivo y situado, rasgos estos que, además, se consideran de manera necesariamente interrelacionada. Al mismo tiempo que aceptan la importancia de superar estos dualismos, varias líneas de epistemología feminista coinciden en rechazar las pretensiones jerárquicas y fundacionalistas que suelen acompañar a estos dualismos y que están motivadas por razones políticas: lo racional como superior a lo pasional, la mente como gobernando al cuerpo, el acceso privilegiado de la mente a sí misma en oposición a la desconfianza respecto a la de otros, lo cual históricamente fue la base para la distribución de atributos: los hombres como racionales, en posesión y ejercicio de facultades mentales y con dominio de sus pasiones; y las mujeres como no racionales, más dominadas por las pasiones y determinadas por sus cuerpos. Y, finalmente, terminaron fundamentándose así la jerarquía y las pretensiones de dominio de los hombres sobre las mujeres.

La epistemología feminista cuestiona la epistemología tradicional en sus pretensiones de universalidad, individualismo y neutralidad, y sus ideas asociadas de sujeto epistémico descorporizado, eminentemente racional, sin afectos y no situado.

Ahora bien, como señala Lorraine Code, no solamente las mujeres fueron excluidas por su supuesta incapacidad racional, sino que hombres y mujeres, pertenecientes a grupos marginados o minoritarios, han sido juzgados como incapaces de racionalidad, considerada como privilegio del hombre blanco de clase alta.

Se plantea en este sentido una línea de reflexión y análisis de los diversos problemas epistemológicos, en la que se entiende que el sujeto epistémico no es un sujeto que está aislado, con capacidades racionales ideales y con el deber de elaborar un conocimiento universal y libre de valores. La evaluación y la crítica de estos supuestos de la epistemología tradicional han ido de la mano de una propuesta de entender de nuevas maneras tanto las características del conocimiento, como los sujetos epistémicos y las relaciones que se dan entre estos, en el contexto de comunidades de conocimiento situadas. Se entiende ahora la naturaleza del sujeto epistémico como una socialmente diferenciada, en contraste con el carácter descolocado de un agente epistémico individual y autosuficiente. De hecho, se llega a afirmar incluso que la comunidad es el conocedor primario y es la que garantizará estándares apropiados de objetividad y justificación (como se mostrará en el capítulo 1).

En el proyecto renovador de las epistemologías feministas, además, adquiere una fuerza especial la constatación del carácter situado del conocimiento, derivado de los contextos específicos en que se sitúan e interactúan los agentes epistémicos. Esta labor ha adquirido también una fuerza normativa, en la medida en que se propone cómo deberían ser esos rasgos y esas relaciones. Naomi Scheman se refiere así a la idea de una epistemología que resurge como una empresa normativa, pero historizada y autorreflexiva.

La epistemología feminista no es un área de estudio dogmática o impermeable a las críticas. Solo basta con explorar los intensos debates que se han dado desde sus orígenes en los años setenta del pasado siglo —tiempo desde el cual han surgido enfoques con posiciones divergentes—, así como recorrer las diferentes líneas de estudio que han respondido a las ob­jeciones, a partir de una autocrítica constante. Este es el caso de las discusiones que se han podido adelantar entre una epis­temología feminista de inspiración más posmoderna, de un lado, y una línea de filosofía feminista analítica y de empi­rismo crítico, por el otro. En este libro se presentarán algunos tópicos centrales desde una perspectiva más afín a las dos últimas posiciones mencionadas, ya que estas tienen en cuenta las funciones normativas de la epistemología. Se seguirá en este sentido la línea de autoras como Rae Langton, Miranda Fricker y Helen Longino.

De la primera se tomará el análisis acerca de las maneras en que las mujeres han sido excluidas del conocimiento. En primer lugar, afirma Langton, han sido excluidas en cuanto objetos de conocimiento, pues se las ha dejado fuera de dife­rentes ámbitos como la investigación médica, los libros de historia y demás. En segundo lugar, también han sido exclui­das como sujetos de conocimiento, como conocedoras capaces de aportar en diferentes campos de conocimiento. Y esto por­que o bien han sido privadas de recursos epistemológicos, o bien porque han sido excluidas encubierta o abiertamente de ciertos campos como las ciencias, las ingenierías o la filosofía. Pero también, en tercer lugar, las mujeres han sido dejadas de lado tanto como objeto, como sujetos de conocimiento, al privárseles del conocimiento de sí mismas. Esto incide tanto en la falta de autoridad epistémica subjetiva, como intersub­jetiva. Sobre la primera forma de exclusión me referiré en el capítulo 1, y sobre la segunda y tercera en los capítulos 2 y 3, respectivamente.

La epistemología feminista no es un área de estudio dogmática o impermeable a las críticas. Solo basta con explorar los intensos debates que se han dado desde sus orígenes en los años setenta del pasado siglo —tiempo desde el cual han surgido enfoques con posiciones divergentes—, así como recorrer las diferentes líneas de estudio que han respondido a las ob­jeciones, a partir de una autocrítica constante

De Fricker, retomaré a lo largo del libro su muy importante concepto de injusticia epistémica, que se ubica en la frontera entre epistemología, ética y política. Se analizará a partir de allí las formas en que el poder social actúa en las interacciones epistémicas, con las consecuencias éticas que esto tiene para las prácticas epistémicas cotidianas. En este marco, Fricker propone dos formas de injusticia epistémica. La primera es la injusticia testimonial, que consiste en negar o rebajar la credibilidad a una persona, o en negarse a escuchar o tomar en serio sus palabras, debido a prejuicios identitarios negativos con los cuales se la percibe a ella, o a algún grupo al que pertenece (está el claro ejemplo del policía que no cree en el testimonio de una persona afrodescendiente en razón de los prejuicios negativos asociados a su color de piel). La segunda forma es la injusticia hermenéu­tica, que tiene que ver con que a personas pertenecientes a grupos estructuralmente desfavorecidos se les niega el acceso a los recursos hermenéuticos que les permitan darle sentido y comunicar sus experiencias (el ejemplo prototípico que nos da Fricker aquí es el de la mujer que en el pasado sufría acoso sexual y no contaba con los términos necesarios para nom­brarlo, describirlo y denunciarlo). Una consecuencia adicional de esta situación es que una parte importante de lo que Fricker llama la experiencia social propia queda oculta a la compren­sión colectiva, alimentando así ese círculo inquebrantable que mantiene las condiciones que llevan a exclusiones, invisibiliza­ciones y discriminaciones recurrentes y sistemáticas. La injus­ticia hermenéutica tiene una conexión intrínseca con la injusticia testimonial, pues puede afectar a los niveles de credi­bilidad con que son escuchadas las personas que no cuentan con los recursos para expresarse apropiadamente. De manera tal que las dos formas de injusticia epistémica forman un círculo estrecho que limita las oportunidades de expresión y de credibilidad, que afectan negativamente y de manera grave a las capacidades epistémicas de una persona y, con ello, dañan su dignidad. Estas dos formas de injusticia epistémica van a ocupar un lugar central en varios capítulos de este libro.

Con el concepto de injusticia epistémica se nos ofreció tam­bién la importante reflexión sobre el tema de la atribución de autoridad epistémica, que es fundamental en los intercambios epistémicos cotidianos, pero también en las disciplinas y las ciencias. La autoridad epistémica es una propiedad relacional que se refiere al reconocimiento que una persona hace de otra respecto al dominio de un determinado ámbito de conoci­miento. En dicha atribución entran en juego temas de con­fianza y credibilidad, así como posiciones de poder. Y las diversas formas que adopta (que pueden ser justas o injustas) tienen consecuencias para nuestras prácticas epistémicas cotidianas y para la construcción de la autoconfianza.

En este sentido, ha sido muy importante para la epistemo­logía feminista (pero también para diversos movimientos po­líticos feministas) estudiar las maneras en que a las mujeres (1) se les ha negado o rebajado credibilidad a su testimonio o a sus afirmaciones de conocimiento, (2) se han desvalorizado o patologizado sus capacidades cognitivas o racionales y (3) sistemáticamente se les ha socavado la autoconfianza y su seguridad epistémicas. Tal es el caso en áreas de conocimiento que se caracterizaron históricamente por excluir a las mujeres y minar sistemáticamente su autoridad epistémica, como en las ciencias o en la filosofía (y que analizaremos en los capí­tulos 1 y 5, respectivamente).

Ahora bien, esto no se trata solamente de un tema histórico o de cifras. No es suficiente con subsanar el problema de la baja representación de las mujeres en las ciencias y la filosofía, tra­tando de asegurar la paridad. Aunque es necesario y urgente la participación igualitaria de las mujeres en todos los campos de conocimiento, se debe entender que la exclusión de las mujeres del conocimiento ha tenido y tiene consecuencias estructurales, pues ha llevado a que una atmósfera de escepticismo, incredu­lidad y negación se imponga en los espacios en los que las voces de las mujeres luchan por el reconocimiento. A lo largo de todo el libro se dan ejemplos de estas situaciones, señalando, además, las consecuencias perjudiciales para el estatus de las mujeres como conocedoras, para el avance del conocimiento sobre las mujeres y para sus propias vidas.

Con el concepto de injusticia epistémica se nos ofreció tam­bién la importante reflexión sobre el tema de la atribución de autoridad epistémica, que es fundamental en los intercambios epistémicos cotidianos, pero también en las disciplinas y las ciencias

Debemos entender entonces que los terrenos epistemoló­gicos forman parte de la geografía de un mundo habitado por agentes epistémicos situados que elaboran conocimiento a partir de cierta estructura que impregna todo: la manera en que percibimos y evaluamos a otras personas, nuestras relaciones con ellas, y el mundo, pero también las imágenes y las creencias que dichos agentes construyen acerca de sí mismos. De esta manera, una idea central que atravesará los diferentes temas expuestos en el libro será el carácter estruc­tural que permea las problemáticas estudiadas, es decir, la inevitable determinación de lo social, lo cultural y lo político en lo epistemológico. Es de vital importancia entender en su profundidad la idea de lo estructural y por ello se recurrirá a la lente de los renovadores aportes de la fenomenología feminista, pues especialmente allí se puede encontrar una fuente para darle sentido a la manera en que el sujeto, como agente epistémico corporizado, se encuentra inserto en mar­cos sociopolíticos.

En esta línea, Helen Fielding nos propone la metáfora de la iluminación para entender el carácter estructural del ra­cismo. Dicha metáfora es derivada de la fenomenología de la percepción de Merleau-Ponty y la plantea Fielding con el fin de entender la racialización como un hábito cultural de per­cepción, que opera como una estructura de trasfondo. ¿Cómo obra dicha estructura? De manera análoga a una luz amarilla que invade progresivamente los ambientes:

Cuando encendemos por primera vez una luz eléctrica, la lámpara amarilla arroja su resplandor amarillo sobre la ha­bitación. Pero, a medida que […] nuestros ojos se acostum­bran al nuevo nivel de iluminación, el deslumbramiento retrocede y los objetos adquieren su propio color nueva­mente. Vemos según el nuevo nivel de iluminación, que ahora aparece neutro.

Se trata entonces de que nuestra percepción está afectada por esas formas particulares de iluminación, que asumimos como naturales o normales y, por ello, solemos pasarlas por alto. Dice Merleau-Ponty:

«La iluminación no está del lado del objeto, es lo que asumi­mos, lo que tomamos por norma mientras la cosa iluminada se destaca ante nosotros y se nos enfrenta. La iluminación no es ni color, ni siquiera luz en sí misma, está más acá de la distinción de los colores y las luminosidades. Y es por esto que siempre tiende a devenir neutra para nosotros. La pe­numbra en que permanecemos nos resulta tan natural que ni siquiera la percibimos como penumbra».

Lo estructural no se ve, no se percibe, no se siente. En el caso de los hábitos de racialización, señala Fielding, la blancura tiende a funcionar como un parámetro «neutro» de compa­ración, a partir del cual se determina todo lo demás. No se percibe explícitamente la blancura, pero, no obstante, esta funciona como norma, de manera implícita. Pues bien, lo que quiero plantear en esta introducción es que, de forma análoga a la manera en que esta autora plantea la iluminación blanca de trasfondo como determinando las formas en que son per­cibidas y tratadas las «personas de color», podemos entender las condiciones estructurales de sociedades que son, además, sexistas, clasistas y homófobas, como una luz que permea todas las relaciones humanas, incluyendo, por supuesto, las relaciones epistémicas.

De esta manera, una idea central que atravesará los diferentes temas expuestos en el libro será el carácter estruc­tural que permea las problemáticas estudiadas, es decir, la inevitable determinación de lo social, lo cultural y lo político en lo epistemológico

Los clásicos de la fenomenología, pero especialmente la fenomenología contemporánea feminista y crítica, nos permiten entender las condiciones en que se sucede nuestra percepción y sus horizontes. La percepción se da en medio de un grado de iluminación determinado por las condiciones de trasfondo. Percibimos los objetos, las personas y las relaciones contras­tándolos con un fondo. Es una de las ideas centrales de la psicología de la Gestalt que Merleau-Ponty acogió para su fenomenología de la percepción como principio organizador. Y, en el caso que nos interesa, se trata de un trasfondo que, además de ser horizonte perceptual, es un trasfondo social y cultural que orienta a percibir las cosas de ciertas maneras y no de otras.

Ahora bien, como lo plantea Husserl, será a través de síntesis pasivas que el sujeto aprehende lo que de los objetos y los otros le es presentado e impuesto. Se trata de síntesis secundarias que tienen que ver con las asociaciones y las incorporaciones que hace un sujeto de las experiencias de su comunidad —y que se van sedimentando—. El sentido, en la fenomenología, surge al interior de comunidades, del encuen­tro de subjetividades corporizadas, y arrastra para cada una de ellas significaciones compartidas que se van interiorizando como síntesis pasivas. Esta fue la idea original de Husserl, que Merleau-Ponty fortaleció introduciendo explícitamente lo cul­tural, y que solo los enfoques más comprometidos política­mente y más situados de la fenomenología crítica feminista han sabido describir adecuadamente, orientándose al análisis interseccional que involucra no solo el tema de género, sino el de etnia, posición socioeconómica, identidad de género y orientación sexual. Tal como lo plantea, acertadamente, Lisa Guenther…:

«… donde la fenomenología clásica sigue siendo insuficientemente crítica es al no dar una explicación igualmente rigurosa de cómo las estructuras históricas y sociales con­tingentes también dan forma a nuestra experiencia, no solo empíricamente o de manera fragmentaria, sino de una forma que podríamos llamar casi trascendental. Estas es­tructuras no son a priori en el sentido de ser absolutamente anteriores a la experiencia y operar de la misma manera independientemente del contexto, sino que desempeñan un papel constitutivo en la configuración del significado y la forma de nuestra experiencia. Estructuras como el pa­triarcado, la supremacía blanca y la heteronormatividad permean, organizan y reproducen la actitud natural en formas que van más allá de cualquier objeto particular de pensamiento».

Se entiende a partir de esto que ninguna comunidad episté­mica es inmune a las afectaciones que imponen tales condi­ciones estructurales. Y esto es de la mayor importancia, pues permite entender por qué en sociedades estructuralmente se­xistas, clasistas y racistas se valora a las mujeres bajo esa luz y con ese fondo de percepciones e imaginaciones y, además, por qué se propician y perpetúan la discriminación y la exclu­sión de las mujeres de comunidades de conocimiento, como históricamente fue el caso en ciencias y filosofía. Desde la perspectiva fenomenológica mencionada se expondrá cómo lo que subyace y alimenta prácticas epistémicas injustas es una particular forma de percibir a las mujeres, así como unas ma­neras particulares de relacionamiento intercorporal e intera­fectivo propias de los entornos situados en que se encuentran.

Al mismo tiempo que este horizonte perceptual hace que observemos, imaginemos y conozcamos objetos, personas y re­laciones de ciertas maneras, también nos lleva a ignorar otras. Como afirma Linda Alcoff, una consecuencia de la situación de los humanos como conocedores es la ignorancia. Dado que estamos situados, somos seres parciales, que no podemos sa­berlo todo. Se retomará a lo largo del libro esta línea de trabajo que se conoce como epistemología de la ignorancia. Este es un importante capítulo de las epistemologías sociales que nos in­vita a centrar la atención también en aquello que no sabemos, o lo que sabemos mal. Autoras como Londa Schiebinger y Nancy Tuana han hecho aportes valiosos que permiten res­ponder a preguntas tales como ¿qué no sabemos y por qué no lo sabemos? y ¿qué mantiene viva la ignorancia o permite que se utilice como instrumento político? Esta área de estudio, la agnotología, como la llama Schiebinger, ha permitido entender que la ignorancia está lejos de ser una simple ausencia de co­nocimiento. Expone casos concretos en los que dicha ignoran­cia se ha mantenido de manera activa con el fin de perpetuar los privilegios de algunos (hombres / blancos / de clase alta), así como el mantenimiento de sistemas políticos que garantizan que dichos privilegios se mantengan, con las consecuentes do­minación y opresión de los menos favorecidos.

Percibimos los objetos, las personas y las relaciones contras­tándolos con un fondo. Es una de las ideas centrales de la psicología de la Gestalt que Merleau-Ponty acogió para su fenomenología de la percepción como principio organizador. Y, en el caso que nos interesa, se trata de un trasfondo que, además de ser horizonte perceptual, es un trasfondo social y cultural

En cualquier caso, si bien en los diferentes capítulos del li­bro se recurre a un marco de descripción de las experiencias aportado por la fenomenología feminista —con el propósito de introducir temas tales como el de la perspectiva de segunda persona en la ciencia, o el de la objetualización del cuerpo de las mujeres (en el capítulo 2) o el de la transformación de há­bitos corporizados como estrategia de resistencia frente a pre­juicios en las comunidades de conocimiento (en el capítulo 5)—, todo esto se hará teniendo siempre presente que la descripción de la experiencia vivida se ha de llevar a cabo desde esta pers­pectiva crítica, es decir, una perspectiva que no se contenta con describir, sino que tiene un propósito transformador y eman­cipador. En este sentido, las reflexiones de este libro sobre epis­temología, guiado por la fenomenología feminista, se ubicarán en espacios situados específicos, retomando experiencias par­ticulares de mujeres colombianas en diferentes momentos de la historia, comprometiéndose con la denuncia de sesgos que han perjudicado a las mujeres, pero entendiendo que han sido afectadas no solamente en virtud de prejuicios de género, sino también de pertenencia étnica, clase, edad u orientación sexual, entre otros. Esto con un enfoque interseccional que implica que no se puede pretender luchar por la liberación de la opre­sión de las mujeres, sin hacerlo por los pobres o por las perso­nas de etnias marginalizadas. Que no se puede luchar contra el racismo sin tener en cuenta la desventaja adicional que im­plica ser mujer y pobre. Que no se puede luchar contra la ex­clusión de los menos favorecidos socioeconómicamente sin luchar contra la exclusión de las mujeres, las personas afrodes­cendientes y las personas de género y orientaciones sexuales diversas. Algo que debe llevar a un objetivo emancipador, tal como lo plantean Alcoff y Potter:

«Para las feministas, el propósito de la epistemología no es solo satisfacer la curiosidad intelectual, sino también contribuir a un objetivo emancipador: la expansión de la democracia en la producción de conocimiento. Este objetivo requiere que nuestras epistemologías permitan ver cómo se autoriza el conocimiento y quién está facultado para ello. Se deduce que las epistemologías feministas deben ser autorreflexivas, capaces de revelar sus propios fundamentos sociales, una revelación que se hace aún más urgente porque las feminis­tas académicas se encuentran en una posición social contra­dictoria, buscando cambios fundamentales en las mismas instituciones que nos empoderan para hablar y trabajar».

Analizar y exponer cómo se autoriza el conocimiento y por parte de quién tiene todo que ver con denunciar las conse­cuencias estructurales concomitantes de la exclusión de las voces de las mujeres y sus alcances políticos. Además de influir en la estructuración de las diversas áreas de conocimiento y de la epistemología misma, incidió de manera sustancial en la configuración de las relaciones entre agentes epistémicos. Al atribuírsele mayor credibilidad a la voz de los hombres en las ciencias, en la filosofía, en la política y en la vida cotidiana, se configuró una forma de poder y de superioridad de los hom­bres, que fueron así los productores autorizados de conoci­miento sobre el mundo —incluidos los conocimientos sobre las mujeres, su cuerpo, su sexualidad, sus capacidades y sus inca­pacidades. Esta distribución del conocimiento fue la base entonces de la distribución del poder durante siglos. En con­secuencia, el silenciamiento de la voz de las mujeres es una de las aristas de su desempoderamiento y de su opresión.

De ahí que es de vital importancia la exposición que se hace a lo largo del libro de las diferentes maneras en que es posible la ganancia de poder a través del conocimiento. Cada capítulo contiene una sección propositiva en la que se expone cómo las mujeres pueden conquistar el poder cifrado en la recuperación del dominio epistemológico. En primer lugar, con los avances en la inclusión de las mujeres en campos de conocimiento his­tóricamente vedados para ellas. En segundo lugar, con la co­rrección de conocimientos sesgados sobre el cuerpo y la sexualidad de las mujeres, tarea en la cual sus voces expertas han tenido un papel central. Esto supone un avance significa­tivo, pues ya dichos conocimientos no necesitan ser autorizados por la mirada o la voz masculina. Y, finalmente, con la amplia­ción del conocimiento de sí mismas, de sus cuerpos y de toda la potencialidad que surge de la relación placer-conocimiento. Las dos primeras formas han tenido y tendrán efecto en la es­tructura social. La última, en cada mujer individual y comuni­tariamente, pues debemos entender el autoconocimiento como una labor más potente si se lleva a cabo en colaboración con otras.

Aclaro que no se trata de negar o ignorar el poder que la mayoría de las mujeres de distintas condiciones y orígenes pue­dan tener durante la mayor parte de sus vidas, sino de mostrar la importancia de ganar poder en el conocimiento, teniendo en cuenta cómo las maneras históricas de su producción contribu­yeron a la fundamentación de condiciones estructurales de so­ciedades y sistemas discriminatorios y excluyentes para las mujeres.

Al atribuírsele mayor credibilidad a la voz de los hombres en las ciencias, en la filosofía, en la política y en la vida cotidiana, se configuró una forma de poder y de superioridad de los hom­bres, que fueron así los productores autorizados de conoci­miento sobre el mundo

El poder se entenderá aquí no en el sentido de fuerza auto­ritaria o violenta ejercida sobre alguien, con el fin de contro­larlo o someterlo, sino como una capacidad de actuar, de hacer, de propiciar cambios, tal como lo describe Johana Oksala: «El poder es esencialmente la capacidad compartida para generar cambios, para transformar y dar forma al mundo de manera colectiva y creativa». Seguir conquistando terrenos en el co­nocimiento, a través de la inclusión de investigadoras en dife­rentes áreas, de la elaboración de un mejor conocimiento sobre sus cuerpos y de una construcción apropiada de su autocono­cimiento, contribuirá al empoderamiento de las mujeres enten­dido como ganancia de capacidades de transformación de sí mismas, de otros y del mundo.

En el capítulo 1 se expondrán los problemas centrales estu­diados por la filosofía feminista de la ciencia. Se presentarán ejemplos paradigmáticos de cómo diversas investigaciones científicas han estado permeadas por sesgos androcentristas y sexistas. Las investigaciones reseñadas muestran cómo sesgos indeseados estuvieron todo el tiempo ahí, afectando a la objetividad del conocimiento, ejerciendo un poder indeseado y perjudicial para los objetos de estudio, para las ciencias mis­mas y para la vida de las mujeres.

En el capítulo 2 se abordará el problema de la objetuali­zación del cuerpo de las mujeres en la ciencia y en los espa­cios públicos y privados de la vida cotidiana. El punto de partida será la perspectiva experiencial, de primera persona, aportada por la fenomenología feminista, a partir de las pro­puestas de autoras como Simone de Beauvoir, Iris Marion Young y Linda Fisher, entre otras. El interés con ello es ex­poner un panorama más completo que permita comprender los problemas asociados a la perspectiva de tercera persona que adopta la ciencia para estudiar el cuerpo de las mujeres, con la consecuencia indeseada de que termina objetualizán­dolo. También se abordará el problema de la objetualización de las mujeres en el sentido de ser reducidas a su cuerpo o a partes de su cuerpo y las consecuencias que esto tiene en términos de silenciamiento y de negación de autonomía y de agencia.

En el capítulo 3 se presentarán los temas clásicos de iden­tidad personal y autoconocimiento, pero a través de la lente de las epistemologías feministas, en el sentido de entender que el yo no tiene una identidad única, fija o esencial y que más bien se trata de múltiples yoes que se encuentran situados, ocupando múltiples posiciones. Se analizan, además, las rela­ciones de interdependencia que existen entre la construcción de identidades y las posibilidades de autoconocimiento, así como algunos elementos necesarios para considerar las rela­ciones de poder intrínsecas a la forma en que se constituyen nuestras identidades y las posibilidades o las limitaciones que impone a las vías para el autoconocimiento. Se expondrán, que habitamos —cada vez de manera más frecuente y ansiosa— para la construcción de identidad y para el autoconocimiento.

El capítulo 4 se centra en el tema de las consecuencias que la injusticia hermenéutica acarrea para comunidades de mujeres a las que colectivamente se ha negado el acceso a los recursos para poder expresarse y comunicarse. Se hará al mismo tiempo un análisis de la ignorancia activa por parte de aquellos privi­legiados que no solo ignoran deliberadamente la situación de marginación de tales comunidades, sino que disfrutan de los beneficios de esta ignorancia y de las limitaciones que imponen. Se expondrá la manera cómo algunas comunidades (en Colom­bia) han logrado abandonar esa zona de penumbra hermenéu­tica gracias a que cuentan con valiosos y efectivos recursos de expresión y comunicación de sus experiencias en el arte.

Finalmente, en el capítulo 5, se analizarán críticamente al­gunos rasgos de la actividad filosófica que están conectados con los problemas de subrepresentación, discriminación e in­visibilización de las mujeres y de las personas de grupos mar­ginados en comunidades filosóficas. Se hará un análisis de este fenómeno en la comunidad filosófica, particularmente en rela­ción con programas disciplinares de filosofía en educación su­perior, apelando a los conceptos de autoridad epistémica subjetiva e intersubjetiva y de injusticia epistémica. Se mostrará en qué medida la comunidad —en este caso, la filosófica— tiene la responsabilidad de cuestionarse a sí misma, ya que en su interior se presentan estas formas de injusticia epistémica (con sus prácticas pedagógicas y de discusión habituales) y algunas medidas que se pueden tomar a partir de la reflexión que se ha hecho sobre injusticias epistémicas en entornos educativos y desde la fenomenología.

El poder se entenderá aquí no en el sentido de fuerza auto­ritaria o violenta ejercida sobre alguien, con el fin de contro­larlo o someterlo, sino como una capacidad de actuar, de hacer, de propiciar cambios

Los capítulos 1 y 5 están dedicados a las mujeres científicas y a las filósofas, respectivamente. A aquellas que han luchado por el reconocimiento de su trabajo, por la inclusión de más mujeres en sus áreas y de líneas de investigación sobre las mu­jeres. El capítulo 2, a todas las mujeres que luchan día a día por reconciliarse con sus propios cuerpos y por ganar dominio sobre ellos, aspirando así a una ganancia no solamente en tér­minos de autoconocimiento, sino de poder sobre sí mismas, sobre su deseo y sobre los otros. El capítulo 3 está dedicado a todas aquellas mujeres que transitan constantemente entre-mundos, buscando formas creativas y resistentes de conciliar la multiplicidad de sus yoes, así como a las que, en la actual era digital, pueden verse expuestas de nuevas maneras a la objetualización, la dominación y el control por parte de junglas digitales. Y, finalmente, el capítulo 4 está emotivamente dedi­cado a todas esas mujeres víctimas de diferentes formas de violencia en Colombia, que han sabido sobrevivir y resistir gracias a las comunidades, los colectivos y los diferentes grupos que las han congregado en torno al arte como forma de repa­ración, de sanación y de resistencia.

En el centro de mi vida y de mis motivaciones siempre ha estado la figura poderosa y amorosa de mi madre, Flor María. A ella le debo siempre el agradecimiento por su entrega dedi­cada desde el comienzo de mis días y su confianza y su apoyo para el desarrollo de mi carrera académica. Igualmente, a mi hermana, Ruby. También quiero agradecer a la comunidad cercana y extendida de mujeres filósofas, psicólogas y acadé­micas que, como amigas, colegas o estudiantes, me han apo­yado de una u otra manera y me han inspirado con su ejemplo y su tenacidad. Hago una mención especial a María del Ro­sario Acosta, quien no solo es una de las filósofas más brillan­tes que conozco, sino que hace de la filosofía una forma de vida, que contribuye a la renovación de una comunidad aca­démica que se encuentra anquilosada y que perjudicó durante mucho tiempo a las mujeres filósofas. A María, siempre, mi agradecimiento por su liderazgo y por su confianza en mi trabajo. A Hendrick, que desde hace algunos años camina con­migo por las sendas del amor libre y ha alentado mi labor como escritora, gracias por su amorosa dedicación y por el café. Finalmente, mi más sincero agradecimiento al editor Rai­mund Herder y a todas las personas del equipo editorial por su trabajo oportuno y dedicado.

Mi carrera y mi producción académicas se han caracteri­zado por estar en la frontera entre disciplinas y entre temas, con todas las ventajas y el goce de iluminaciones que se posi­bilitan por estar reflexionando y actuando desde los márgenes, pero también con todos los sinsabores y el desasosiego de no tener una comunidad académica permanente y cercana. De ahí la falta de mención a instituciones o centros de investiga­ción en este punto. Pero esto es solo otra arista de las que impulsan a ganar confianza y fortalecer el trabajo en soledad que muchas debemos realizar.

Mujeres, poder y conocimiento

Mujeres, poder y conocimiento disponible en librerías en la segunda quincena de septiembre de 2022.


F+ El intelectual plebeyo

El intelectual plebeyo. Adelantos en exclusiva

En exclusiva para los lectores del espacio Filco+, las páginas de Introducción de El intelectual plebeyo, escrito por Javier López Alós y publicado por nuestra editorial colaboradora, Taugenit.

Introducción

¿En qué consiste hoy el intelectual como profesión? ¿Se puede ser intelectual sin que ello constituya una profesión? ¿Se puede cuando sí la constituye y sus condiciones de desempe­ño parecen disponerse justamente en contra de toda actividad intelectual no sujeta a criterios de productividad?¿Y qué sig­nifica ser un intelectual? ¿Es apropiado, en este contexto so­cial dominado por las redes sociales y la tiranía del instante, seguir utilizando este término? ¿Cabe defender todavía la pertinencia de una figura criticada en los últimos tiempos por su agresividad e incapacidad para aceptar su pérdida de in­fluencia? ¿Es factible una modulación distinta? ¿Por qué ha­bría de importarnos?

Con estos interrogantes se procura dilucidar cómo se pue­de (si es que se puede) tener una vida intelectual sin ser una figura pública y a qué tipo de normatividad habría de sujetar­se, particularmente en un momento histórico en el que lo más probable es carecer de cualquier repercusión o que, de darse ésta, el azar no intervenga de modo tan favorable como para prolongarla mucho más que un fogonazo en la oscuridad. To­das estas preguntas invitan, en fin, a repensar quiénes somos y qué hacemos. Aún más radicalmente, qué o quiénes quere­mos ser y qué podríamos hacer en cuanto a nuestras capaci­dades y conocimientos, si es que merece la pena hacer algo con ellas distinto a maximizarlas exclusivamente en provecho propio.

Este libro es una reflexión sobre el sentido, implicaciones y posibilidades de la figura del intelectual en nuestros días, no particularmente propicios a según qué modos de acceso, uso y transmisión de saberes. Para mayor claridad, distinguiremos dos sentidos del término intelectual. Anticipemos por ahora que, en una acepción amplia, hablaremos de las personas que se dedican a las actividades consideradas intelectuales, es de­cir, de suyo productoras de objetos no materiales y vinculadas ante todo a la utilización de sus capacidades cognitivas y cul­turales. Y sensu stricto identificaremos como intelectuales a aquellas personas que, además de desempeñar alguna de las actividades del grupo anterior, lo hacen con una vocación de intervención pública y de influencia social, a menudo explíci­tamente política. Esta definición corresponde a la compren­sión histórica del vocablo desde finales del siglo XIX y tiene sus antecedentes más reconocibles en formas siempre asociadas a la esfera de la opinión pública, como aún antes les philoso­phes y los ideólogos. Así las cosas, uno de los centros de inte­rés de este ensayo es la situación del intelectual en la actuali­dad, entendida esta locución como designación de un régimen de temporalidad específico, de aparición reciente y que aún rige.

Además de hablar de ese tipo ideal de sujetos a los que conocemos como intelectuales, indagaremos en los a priori de su actividad en este momento histórico de globalización neo­liberal. En medio, habrá que examinar el significado actual de la idea de vocación, clave, como mostrara Max Weber, no sólo para el desarrollo del capitalismo moderno, sino para la cons­titución de la ciencia en profesión. Lo veremos en su momen­to, la modulación dominante de este término lo ha convertido en un concepto funcional a la (auto)explotación y la servidum­bre voluntaria. Se trata de una preocupación que articulaba mi Crítica de la razón precaria y que en esta ocasión quiero desarrollar a partir de una figura que proponía en sus últimas páginas: el intelectual plebeyo. Si la pregunta originaria en­tonces podría resumirse en qué hacer cuando la precariedad bloquea el pensamiento, ahora la continuación gira en torno al interrogante de cómo encontrar fundamentos normativos mínimamente sólidos para una práctica intelectual alternativa a la regida por la ideología dominante. Es decir, no sometida al principio neoliberal de la competitividad y sí comprometi­da con un pensamiento de lo común.

Cuestiones materiales, pero también formales

Reflexionar sobre las condiciones de posibilidad del intelectual del presente y para las próximas generaciones obliga a conside­raciones de índole histórica, sociológica, política y económica, pero hay otras de aspecto más filosófico que ocupan un lugar destacado en este ensayo. Algunas tienen que ver con el modo en que nuestra experiencia contemporánea del tiempo y el es­pacio modifica objetos, métodos y expectativas del pensamien­to, entendido éste como acción social. Otras aluden al ámbito subjetivo del intelectual y su posicionamiento frente a cuestio­nes como, por ejemplo, amén de la ya mencionada vocación, la responsabilidad, el compromiso o el estilo. El análisis combi­nado de ambos planos debiera servir no sólo para una mejor comprensión de ciertos valores asociados a la organización y reproducción social del saber, sino también para perseguir unos postulados formales en la esfera intelectual que se dirijan a la justa preservación de sus actividades e individuos.

Las ideas que atraviesan este libro forman parte de una preocupación por lo común a la que responden mis últimos trabajos publicados1 . El título ya lo delata, en particular por lo que se refiere al pensamiento entendido como actividad social. Al abordar el fenómeno de la precarización de la vida intelec­tual, me impresionó comprobar cómo personas con situaciones profesionales muy diversas, desde el estudiante al catedrático consagrado, desde investigadores en paro a profesores pluriem­pleados, se reconocen en un cuadro que se caracteriza por la perplejidad y el malestar. Me pareció que esta coincidencia en el descontento debía ser reflexionada con detenimiento y que, bien articulada, contiene una potencia transformadora consi­derable. Por supuesto, dicha potencia no es automática ni hay que darla por descontada. El descontento puede atribuirse a causas muy diversas y expresarse por cauces incluso antagóni­cos. En el límite, puede ser la guerra de todos contra todos. El punto de intersección que me interesa señalar es el hecho mis­mo del malestar: cada cual con sus matices e intensidades, con diferencias que ni pueden despreciarse ni sirven para ignorar el sufrimiento ajeno, se observa una desazón que se filtra por todo el entramado académico, artístico e intelectual. La cues­tión es qué hacer ahora con este malestar.

La respuesta a la que nos impele lo que Laval y Dardot han designado como razón neoliberal es que debemos competir: contra el resto, contra nosotros mismos, contra todo2 . Tal y como iremos viendo, la propuesta del intelectual plebeyo, por su parte, es un intento de escapar de esa lógica competitiva en pos de un orden social más justo, orden que necesita ser pen­sado, imaginado y sometido a discusión en condiciones de libertad e igualdad. O sea, cooperativamente.

En cierto modo, la escritura de este libro es el resultado de una tensión que se esfuerza por no incurrir en contradicción. Por un lado, asume sin nostalgia alguna que el tiempo de los intelectuales clásicos ha terminado; por otro, constata que lo que ha venido después, la era del expertismo, lejos de una transformación que se hiciera cargo de las críticas a los abusos de poder de un sistema que consagraba la desigualdad, ha supuesto la intensificación de los viejos males y la aparición de otros nuevos. Lo interesante del experto en cuanto catego­ría es justamente su indeterminación formal, clave para su fluidez y operatividad. Quiero decir, por supuesto que ha ha­bido figuras análogas, hombres que hacían de su sabiduría particular sobre un campo concreto la base de su autoridad moral o intelectual en la sociedad. Sin embargo, su reconoci­miento y privilegio hermenéutico venían asociados a su pro­fesión concreta de teólogos, juristas, médicos… pero no a su condición de expertos, que es una investidura tan vaga como indeterminada.

En las actuales condiciones sociales, tanto en la producción como en la recepción de las obras, aspirar a convertirse en figura pública con cierta autoridad sostenida en el tiempo es una ilusión sin apenas anclaje en el principio de realidad. Sin embargo, que lo que se piensa o escribe tenga alguna influen­cia —es decir, sea de alguna importancia para otros— depen­de en buena medida de la proyección pública del discurso y, sobre todo, de la voz que lo emite. El intelectual plebeyo no puede fingir que esta dependencia no le afecta, pero lo que está por decidir es cómo reacciona ante ella, si encuentra el modo en que la prosecución de unas condiciones materiales adecuadas para la vida intelectual no ahogue el sentido últi­mo de esa vida. En el fondo, lo que está en juego es dilucidar si somos capaces de construir las condiciones de posibilidad para una vida intelectual sin para ello tener que convertirnos obligatoriamente en figuras públicas o remedos (a veces gro­tescos) de un tipo de intelectual en vías de extinción.

A partir de ese contraste de las condiciones de posibilidad de la vida intelectual con la realidad presente para la mayoría de quienes se sienten llamados a ejercerla, interesaría avanzar en la reflexión sobre los modos de estar y hacerse significativo para los otros3 . Entiendo que es uno de los problemas centrales que mi generación y las que vienen después han de encarar. Ya no se trata —pregunta siempre colosal, en todo caso— de decidir qué hacer: buena parte de nuestras angustias y ansiedades procede ahora mismo de las dudas sobre cómo hacer aquello escaso que comprendemos que estaría en nuestra mano hacer. El interro­gante se complica si nos imponemos la tarea de encontrar res­puestas que no impliquen la reproducción de comportamientos o estructuras de dominación (material o simbólica) que consi­deramos rechazables o perjudiciales para la mayoría.

Intelectuales y plebeyos

Pero ¿por qué hablar de intelectual plebeyo y quiénes son esos plebeyos? Se trata de un término procedente de la antigua Roma que se define negativamente y por una carencia. Para empezar, plebeyos son todos los que no son patricios, los que no disponen de gens y, por tanto, no pueden formar parte del populus. Otra característica que nos interesa es su heteroge­neidad, pues la plebs se componía de elementos muy diversos: proletarios, pequeños y medianos campesinos y una elite rica que podía ocupar puestos políticos y militares importantes. Sin embargo, lo que les unía a todos ellos era la conciencia de padecer, con todas las diferencias de grado que se quiera, una misma clase de injusticia: «la plebe quiere participar en el Mando», resume Ortega y Gasset4 . Este sentimiento de per­tenencia, que respondía a una situación objetiva de discrimi­nación, era fundamental en su autoidentificación como grupo frente al poder senatorial, así como en su organización insti­tucional. La intervención negativa, «la acción mínima imagi­nable» de la secessio plebis que Ortega califica como «arma suprema» de la plebe no es otra que la retirada al Monte Sacro o al Aventino: «Retirarse a una colina valía como la amenaza simbólica de fundar otra ciudad frente a la antigua»5 .

Es decir, la lucha por sus derechos y el fin de los abusos dio lugar a un complejo orden institucional a partir de principios representativos (como las magistraturas de los tribunos y edi­les de la plebe), deliberativos (la asamblea del concilium plebis) y la diferenciación de centros de poder según la función po­lítica, religiosa o administrativa. Asimismo, a partir de su fuer­za negativa, se desarrollaron toda una serie de normas jurídi­cas que contemplaban la protección e inviolabilidad de los magistrados (lex sacrata) y la del plebeyo contra el imperium consular (auxilii latio adversus consules). Lo interesante de estas referencias (no en vano, tan visitadas, por ejemplo, en la Revolución francesa) es que permiten ver cómo la extraordi­naria heterogeneidad de este grupo no es óbice para que se mantenga una fuerte cohesión respecto al patriciado, de la cual deriva una autocomprensión como grupo social diferenciado al tiempo que un entramado de prácticas políticas y sociales que le son propias. Y, muy importante, una produc­ción jurídica e institucional que trasciende el ámbito de la plebe e informa a la misma civitas 6 .

Análogamente, el uso que aquí se hace del término plebeyo ni puede ni pretende ocultar las diferencias ad intra plebis, sino politizarlas de un modo particular. Quién puede negarlo, hay diferencias sustanciales entre el catedrático y la becaria sin beca que se sienta frente al escritorio al salir de su turno de trabajo en la cafetería, entre el jefe de un laboratorio y un novelista en paro, y cuantas comparaciones se nos ocurran. No creo nece­sario ilustrar esto y, por desgracia, sabemos que todas esas si­tuaciones de vulnerabilidad se harán aún más precarias en la medida en que intervengan factores de género, raza, naciona­lidad, etc. En esta ocasión, la cuestión que me interesa es su potencial movilizador: lo plebeyo tiene que ver con una deter­minada conciencia de la desigualdad y la injusticia, así como con una toma de postura ante éstas. Como veremos en el ca­pítulo 9, esta concertación de elementos heterogéneos articu­lados por expresiones concretas de lo común, característica del campo plebeyo, es afín a la noción de contraesfera pública utilizada por el crítico británico Terry Eagleton y sus observa­ciones acerca del discurso y la práctica feminista.

Me parece que ante determinado tipo de situaciones, que llamaremos de manifiesta injusticia, hay una línea divisoria ele­mental, filosófica y políticamente más importante que la que (circunstancialmente) separa a quienes sufren la injusticia en carne propia y los que no. También más inquietante: los que la impugnan y los que la validan. Esta división permite entender, por ejemplo, que haya quien admire la perfecta geometría de la suela de la bota que le pisa el morro, y hasta tome notas y medidas por si algún día puede permitirse calzarse unas pro­pias. Al fin y al cabo, la oposición del plebeyo frente al patri­ciado no aspira a resolverse volviéndose uno patricio, sino disolviendo esa diferencia, esté más cerca o más lejos de poder beneficiarle. De ahí que ello nos permita identificar aliados potenciales a los que persuadir y de los que es razonable espe­rar implicación en quien, le vaya como le vaya en la vida, cuan­do menos, es capaz de decir: «Sí, esto es injusto: debería ser de otro modo». Y, a partir de ahí, dar pie a algo distinto. Si es preciso, a que digan basta con nosotros y se muestren dispues­tos a fundar algo nuevo en cualquier otro lugar.

Afiancemos nuestro punto de partida: puede hablarse de un malestar y desconcierto generalizado que va más allá de la posición relativa en el sistema de creación intelectual y en el que los sujetos sienten que participan activamente en su re­producción, pero no en su configuración. Es decir, lo observan contribuyendo a su propio sufrimiento al tiempo que están excluidos de su diseño. Reconocer este elemento común de padecimiento y exclusión abre la puerta a una articulación plebeya del malestar, pues sirve para relacionar elementos muy diversos en sus condiciones de vida que, sin embargo, com­parten no pocos agravios y muchos intereses e ideales. A em­pezar a investigar en qué consisten estas relaciones y qué po­dría derivarse de ellas se dedican también estas páginas.

Viejas y nuevas preguntas

Las grandes cuestiones planteadas por la Ilustración clásica tuvieron que ver con los límites del ser humano. Qué nos es dado conocer, hasta qué punto podemos aspirar al perfec­cionamiento moral, a organizar las sociedades de un modo justo u ordenar la historia en clave de progreso… son pro­blemas que reclamaban la participación de las inteligencias más inquietas para su resolución. Muchas de éstas forjaron su crédito público a partir de sus respuestas y, en cierto modo, ese esquema se ha mantenido hasta tiempos no muy lejanos. Se irá argumentando a lo largo de las próximas pá­ginas, la función del intelectual no es ni puede ser la misma. Por supuesto, tampoco su reconocimiento. Y lejos de aban­donarse a la melancolía o la indignación por la pérdida de una influencia que siempre se vivió como insuficiente, con­vendría replantear la cuestión en coordenadas más ajustadas a las necesidades del presente y a los imperativos con que queremos vincularnos al futuro. De las primeras brota la precisión descriptiva, mientras que de los segundos los com­promisos de índole normativa. Y de la adecuada considera­ción de ambas, entiendo, lo que llamamos responsabilidad intelectual.

Con especial fuerza tras la Segunda Guerra Mundial, mu­chas de estas grandes preguntas ilustradas, así como a una fe demasiadas veces ciega en las posibilidades de la razón, han sido sometidas a estricta crítica, cuando no a demolición. Los excesos y contradicciones de aquel período han sido denun­ciados de modos con frecuencia no menos problemáticos. No es el asunto de este libro abordar dichas discusiones, por lo demás ya clásicas, pero sí quiere tenerlas en mente. Lo intere­sante ahora es advertir que una reflexión que quiera inscribirse en la senda ilustrada y contribuir a prolongar su camino ha de procurar una evaluación más modesta de sus posibilidades y, mediante una atención al contexto, evitar el formalismo. En efecto, hoy la pregunta sobre qué nos es dado conocer o qué podemos hacer con las cosas que conocemos refleja una relación que en muchos aspectos supera las descripciones fou­caultianas acerca del poder-saber.

El surgimiento en las últimas décadas, fundamentalmente a partir de la extensión de las tecnologías de la comunicación, de realidades sociales expresadas en voces como cognitaria­do, precariado intelectual o proletariado cultural, fuerza a un replanteamiento de los análisis de relación entre saber y poder. Por una parte, la creciente dependencia respecto del mercado ha producido la devaluación social de ciertos sabe­res, particularmente aquéllos cuya aplicación inmediata no es evidente y cuya expectativa de rentabilidad es menor. Por otra, la estimación de otros conocimientos no ha acarreado necesariamente una repercusión económica ni de influencia real para la mayor parte de quienes hacen de ello su profesión. Sí en quienes compran esa fuerza de trabajo, que, sin embargo, no tienen por qué —algo cada vez más improbable debido al incremento constante de complejidad— ser expertos en ese saber que les da riqueza y poder. Piénsese, por ejemplo, en la asimetría entre la importancia de un sector estratégico como la información y los data y las condiciones laborales de quienes llevan a cabo la mayor parte de las operaciones necesarias para su acopio y almacenamiento.

En demasiados casos, cabe decir, saber no significa gran cosa, pues, por si lo dicho fuera poco, lo que en verdad cuen­ta es la información (almacenable, descomponible, objeto de transmisión instantánea, en aumento exponencial… y conver­tible en valor monetario). Saber e información son dos térmi­nos que pertenecen a un mismo campo semántico y comparten muchas cosas, pero que se desplazan hacia áreas sociales y económicas cada vez más alejadas. La precarización de los trabajos culturales y la ideología del expertismo, a la que pres­taremos especial atención, son dos fenómenos relacionados con esta dislocación.

En este sentido, la gran novedad que nos proporciona el capitalismo tardío es la producción de un tipo humano muy paradójico, tan peculiar como abundante: acumula grandes cantidades de saber y está familiarizado con los códigos de comportamiento y socialización de las instancias de poder, pero carece por completo de dicho poder. Es más, en su precariedad apenas es capaz de decir la palabra «no», que se convierte en una especie de lujo que sólo a veces puede permitirse. El poder es propietario del saber —del tiempo de los sujetos que saben y de la mayor parte de lo que generan—, pero a través de una fuerza de trabajo perfectamente sustituible que porta consigo sus conocimientos de un sitio a otro. Es decir, hay un resto de saber no capturable encarnado en los cuerpos que trabajan, pero ese resto es difícilmente operativo si no se desempeña en un marco de explotación capitalista. Como ocurre con cual­quier otra mercancía, hay un excedente de saber que no puede ser absorbido por el mercado laboral y cuyo precio no cesa de disminuir. Todo ese saber flotante es funcional al poder sobre todo en lo que tiene de disponible. De ahí que sea tan imperiosa la construcción de imaginarios y espacios regidos por lógicas alternativas a la neoliberal: tanto por lo que puedan ofrecer para el incremento y canalización de los saberes como por su carácter disidente respecto a la ideología dominante.

En cuanto a la ausencia de oportunidades donde ver ese conocimiento aplicado o apreciado, se trata de un hecho sin­gular y de hondas repercusiones. Aplicando la lógica econó­mica imperante, se trata de conocimientos inútiles, por lo que carece de sentido seguir instruyendo a la población en cosas que no sirven para nada, cuando de lo que se trata es justa­mente de lo contrario: optimizar todo acto humano con vistas a su retorno monetario. Éste es el horizonte que ya puede distinguirse con claridad en las reformas educativas y univer­sitarias de los países a la vanguardia del neoliberalismo.

Me parece que una actitud ilustrada hoy supone la revisión crítica de las propias condiciones de posibilidad para un pen­samiento en clave emancipatoria. Esta tarea requiere hacerse cargo de una herencia histórica que incluye toda suerte de excesos y propensiones a la omnipotencia de la razón, pero también el mantenimiento de ciertos ideales de progreso como parte de un horizonte normativo irrenunciable. Asimismo, exige que estas premisas sean consideradas no únicamente en abstracto, sino con relación al tiempo y al espacio (en cierto modo, veremos luego, a los tiempos y a los espacios) que ha­bitamos. Por supuesto, ningún proyecto de este tipo puede obviar la preocupación por la pedagogía. Hablar de las con­diciones de posibilidad para un pensamiento emancipatorio conlleva también investigar cómo puede abrirse, extenderse y perfeccionarse a partir de la eventual intervención del mayor número de personas. Esto no tiene nada que ver con una utó­pica asamblea universal capaz de decidir democráticamente sobre la verdad del conocimiento, sino con la idea regulativa consistente en procurar que cada ser humano se encuentre en condiciones de intervenir, si lo desea, en las cosas que le afectan en pie de igualdad con cualquiera. Una modulación de esta idea sería el principio ecológico de la escritura expues­to en la segunda parte del texto.

En definitiva, la oportunidad de acceso a lo común (en lo que tiene de uso, pero también de contribución) ha de incluir también el conocimiento. Pero luego hay que afrontar la cues­tión de qué hacemos o qué podemos hacer con el conocimien­to, quién o para qué está en disposición de utilizarlo. Y ahí es donde cada cual habrá de decidir si aspira formar parte de algo así como un patriciado intelectual (por lo demás, inútil empeño) o a contribuir a un orden que no confunda la plura­lidad y la heterogeneidad con la desigualdad.

Buscar la claridad

Insisto mucho en la voluntad de claridad. Pero ¿qué es clari­dad y por qué explicitarla como asunto de voluntad?, puede objetarse con todo derecho. Pues bien, desde el punto de vista de quien lee, claridad será el atributo de una escritu­ra que se deja penetrar para volverse inteligible, como el claro de un bosque es el espacio adonde la luz llega teniendo que salvar menos obstáculos y, al mismo tiempo, el lugar desde donde mejor distinguimos lo que queda más allá de los árbo­les. El lector juzga entonces si aún sobra maleza antes de po­der llegar a una idea cabal de lo que se le está diciendo. O, cuando menos, a la creencia de que ha entendido y que eso que ha leído conforma un sentido. Sin embargo, desde la pers­pectiva del autor, la claridad excede de ser la virtud cuyo re­conocimiento se espera por parte del público. Entiendo que, bajo ciertas circunstancias, es una motivación previa e intrín­seca al hecho de la escritura: se escribe para compartir con los demás lo que de otro modo sería reflexión solitaria condena­da a no abandonar su soledad. La claridad, vista así, es aper­tura a la intervención del otro, a que su lectura termine mo­dificando lo que creo que pienso y escribo. En consecuencia, allí donde no esté claro lo que quiero decir, que es condición para que el texto pueda tener alguna continuidad más allá de estas páginas, no me queda otra que asumir yo el error, pues no era ésa mi intención.

Podría decirse que la voluntad de claridad equivale a la voluntad de evitar poner más dificultades a las que de suyo conlleva cualquier acto comunicativo y las relativas a la com­plejidad específica del tema del que se habla. Claridad, enton­ces, no significa simplificación. Es más, a menudo ocurre exactamente lo contrario, que las cosas se nos vuelven abso­lutamente irreconocibles debido a su simplificación. De todas formas, no me atrevo, ni creo que tuviera mucho fundamento, a asegurar que lo habitual hoy es la falta de claridad o, tal vez, su exceso. No sé cómo podría llegarse a un diagnóstico de ese calibre. Lo que me parece interesante tanto de la falta como del exceso de claridad son sus aspectos sintomáticos. De ahí que también subraye su relación con la voluntad.

¿Qué se pretende al escribir? ¿Cómo nos relacionamos con la posibilidad de no ser entendidos, o de ser entendidos en aquello que hubiésemos preferido quedase al margen, o de lo que nosotros mismos no somos conscientes? ¿Hay un esfuer­zo en proteger ciertos pasajes haciéndolos más inaccesibles? Y en sentido opuesto: ¿hasta qué punto remover los obstácu­los que puedan eliminarse se confunde con rebajar la entidad de un texto? Porque —me parece una buena metáfora para ilustrar lo que puede ocurrir cuando se confunde claridad y simplificación—, no es lo mismo despejar un sendero para llegar a lo alto de un monte y contemplar desde allí el paisaje que desmochar la montaña para poder coronar un triste pro­montorio.

Dicho esto, antes de entrar en materia, me gustaría incluir en este ensayo una declaración a medio camino entre la con­fesión personal y lo metodológico: estas páginas son produc­to de la decisión de no escribir únicamente de lo que se está seguro, sino precisamente de aquello sobre lo que se tienen dudas, con la esperanza de reducirlas y de que otros ayuden. Desde luego, para que algo así pueda tener sentido de­ben concurrir una serie de requisitos que sintetizaremos en dos: confianza y aceptación.

En primer lugar, una suficiente dosis de confianza en el público lector, que ni ignorará los yerros ni se valdrá de ellos para atormentar al autor. Creo que una verdadera comunidad intelectual es aquélla de la que puedes esperar te saque del error, no de la que desees le pase desapercibido o no lo tenga demasiado en cuenta. Sin esta confianza básica, que tiene tam­bién una base antropológica, no hay comunidad auténtica, pues las relaciones de cualquier individuo con el grupo estarán mediadas por la reserva y el temor a ser descubierto en falta, situación que tratará de evitar a toda costa. A su vez, sin esta confianza en la benevolencia (que no es condescendencia) de quien escucha es mucho más difícil que se exprese el segundo requisito, la aceptación de las propias limitaciones del sujeto enunciador. Algunas pueden ensancharse con el paso del tiem­po y otras son insuperables, pero tenerlas es constitutivo de cualquier ser vivo. Una particularidad de nuestra especie es precisamente la capacidad para trabajar sobre ellas de mane­ra colectiva. Aquí el principio básico de cooperación es la asunción de que nuestros conocimientos se desarrollan más y mejor a partir de lo común. Y lo común incluye el error, la incapacidad para la precisión absoluta, la inconmensurabili­dad con el todo y el temor a ser reprehendidos por los demás cuando no respondemos a sus expectativas. Ahora bien, no se me escapa que la confianza es algo que se construye y que quien escribe tiene que ir renovando capítulo a capítulo.

De los elementos citados, confianza en los semejantes y aceptación de los límites, se derivan cuestiones importantes que irán apareciendo en las próximas páginas. Por un lado, un imperativo de claridad en el decir. Una célebre sentencia de Ortega y Gasset establecía que «la claridad es la cortesía del filósofo». La idea que quiero mostrar aquí es otra muy distin­ta, pues la claridad, lejos de depender de ninguna cortesía, constituiría la obligación no sólo del filósofo, sino de cualquie­ra que se dirija a un público con alguna voluntad de persua­sión. Hablo de alcanzar la mayor claridad posible, que no significa degradar los temas hasta hacerlos tan blancos como el papel, punto máximo de claridad en el que entonces no se puede entender nada. Si, como creo, buscar la claridad es materia relativa al respeto, entonces es obligación y no corte­sía. Nos detendremos más adelante en esta cuestión al hablar de algunos implícitos del discurso público, pero reparemos un instante en un argumento adicional a propósito del temor a la equivocación o a ser sorprendidos en un renuncio.

Habida cuenta de que se considera a quien habrá de recibir nuestro discurso alguien razonable y ecuánime, incluso con una predisposición favorable a escucharnos, carece de sentido adoptar demasiadas precauciones o parapetarse detrás de no se sabe qué arbustos de letras. Si hay algún fruto apreciable, mejor que, entonces, quede a la vista; si hay alguno en malas condiciones, mejor también que pueda ser reconocido y reti­rado cuanto antes. Por otro lado, asumir que existen ciertas limitaciones que son comunes a cualquier hombre o mujer nos obliga a relacionarnos con los errores ajenos y los sujetos que los cometen de una manera bastante más matizada a como solemos hacerlo.

En cierto modo, el hilo rojo que recorre este ensayo es la pregunta por cómo nos relacionamos con la insuficiencia, con la imposibilidad y los límites del pensamiento en la época presente del neoliberalismo, que, a los viejos problemas del pasado, ha sumado novedades sobre las que debemos reflexio­nar según esa rara combinación de urgencia y cuidado que caracteriza lo verdaderamente grave. Por todo ello, este libro se pregunta asimismo por las razones de su propia existencia, qué significa escribir, con qué propósito lo hacemos y qué esperamos como resultado.

La escritura es una actividad solitaria, que pide apartamien­to y reflexión para su elaboración; pero (al menos en el senti­do en que la estamos considerando) no es una actividad pri­vada. Antes al contrario, tiene una explícita proyección pública. Todo lo que no sea «escribir para uno» incorpora la posibilidad, si no la firme voluntad, de ser leído por otras personas, acerca de las cuales es adecuado observar ciertos implícitos, como el respeto y la atención sobre las posibles consecuencias de lo escrito. Aún más cuando se pretende in­tervenir en asuntos que incumben a la sociedad en su conjun­to. Si a la preocupación sobre qué podemos pensar sumamos la reflexión sobre los condicionantes éticos y retóricos en la elaboración y comunicación de nuestras ideas, llegamos de un modo natural al problema del estilo, que atravesará todo el libro. Pero también a la cuestión del goce de y en la escritura, de lo que se hablará al final del libro.

* * *

Las páginas que siguen son, en cierto modo, una de las conse­cuencias de los diálogos surgidos a raíz de Crítica de la razón precaria. Frente a una concepción de la autoría que subraya su singularidad como valor de mercado (que es hoy casi lo mismo que decir condición de existencia), me gustaría re­cordar aquí una verdad bien sencilla: escribimos solos, pero pensamos con los otros. Cualquiera que sea la fuerza de un pensamiento, éste choca con las resistencias que otros le pro­ponen y debe esquivarlas, si se puede, o reconocer que esa idea conduce a un callejón sin salida y es más sensato dar la vuelta y seguir por otro lado. Los otros no sólo nos muestran los límites de nuestros razonamientos, sino que nos ayudan a afinarlos y reorientarlos para que puedan ser operativos. Y también nos señalan otros caminos posibles y territorios que no nos habíamos animado a explorar o que desconocíamos por completo. Me gustaría mencionar aquí a algunas personas cuyas reflexiones he tenido la suerte de que afectaran las mías de modo especial en alguno o varios momentos a lo largo de la conformación de este trabajo: Antonio Valdecantos, José Luis Villacañas Berlanga, Berta del Río, Antonio Gómez Villar, Albert Jornet Somoza, Vicent Botella, Alfonso Corral, Belén Rosa de Gea, Sara Barquinero, Miguel Álvarez Peralta y Álex Gómez Marín. Además de la suerte de su conversación, Isabelle Touton, Fruela Fernández, Federico López Terra, José Luis Moreno Pestaña y Antonio de Murcia Conesa me brindaron observaciones y sugerencias muy valiosas a partir de la lectura del manuscrito. En particular, a José Luis quiero agradecer tanto su generosa introducción como la invitación a un diálogo franco y sereno sobre asuntos que consideramos importantes, no sólo para nosotros, sino para los modos en que podamos pensar lo común. Y a Antonio, sin cuyas razonables dudas, sabias objeciones y sensatos ánimos estas páginas no hubie­sen llegado a escribirse, no se me ocurre reconocimiento más explícito que dedicarle este libro.


A partir del 2 de marzo de 2021, El intelectual plebeyo estará disponible en la web de Taugenit editorial y en la librería de tu preferencia.


1 Crítica de la razón precaria. La vida intelectual frente a la obligación de lo extraordinario, Los Libros de la Catarata, Madrid, 2019; e «Ima­ginar sujetos para pensar lo común: notas sobre las representaciones de la crisis en España», en Claesson, Christian (coord.), Narrativas precarias. Crisis y subjetividad en la cultura española actual, Libros de Hojalata, Madrid, 2019, pp. 89-120.

2 Laval, Christian y Dardot, Pierre, La nueva razón del mundo. Ensayo sobre la sociedad neoliberal, Gedisa, Barcelona, 2013.

3 Me parece que ésta es una de las consecuencias de lo que con toda perspicacia Albert Jornet Somoza ha llamado «pensar vulnerable», tema al que ha dedicado una tesis doctoral imprescindible para el aná­lisis de los cambios operados en el ámbito intelectual a partir de la crisis de 2008. Vid. Jornet Somoza, Albert: Un pensar vulnerable. El ensayo de la precariedad en el campo intelectual español de la crisis eco­nómica (2008-2018). Tesis doctoral, Barcelona, Universitat de Barce­lona, 2019. Disponible en línea: http://hdl.handle.net/2445/149565.

4 Ortega y Gasset, José, Del Imperio Romano. Obras Completas, VI, Fundación Ortega y Gasset-Taurus, Madrid, 2006, p. 128

5 Idem.

6 Para Ortega, todo esto es posible porque persiste un horizonte tal que «los contendientes están soldados unos a otros bajo tierra por la concordia radical fundada en las comunes creencias y en la solidari­dad inquebrantable de querer ser un pueblo», vid. idem.

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