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NÚMERO 8

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La actualidad del filósofo 300 años después

El genio femenino y la otra mujer

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"La mujer no es nunca algo en el sentido de la propiedad, la inversión, la absorción. La mujer es un ser que sabe manejar, movilizar, deslizarse", escribe Anna Pagés.

"La mujer no es nunca algo en el sentido de la propiedad, la inversión, la absorción. La mujer es un ser que sabe manejar, movilizar, deslizarse", escribe Anna Pagés.

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En el libro Cenar con Diotima he tratado la temática del genio femenino, expresión utilizada por Julia Kristeva en su trabajo biográfico sobre distintas pensadoras del siglo XX. El genio femenino no tiene nada que ver con una clase de inspiración especial. No se refiere a una musa alada y escondida, volátil, etérea, que conmueve el espíritu creador de las mujeres convirtiéndolas en una modalidad de seres mitológicos, inalcanzables o por fuera de toda realidad. Kristeva lo define de esta manera: “Es algo más verdadero que la idea abstracta o la materia opaca. Alude a la experiencia singular de mujeres singulares a través y más allá de la situación» (Pulsions du temps). La posición femenina se define, entonces, como una superación de lo concreto, rompiendo con todo determinismo autoimpuesto o preestablecido en el sentido del rol a cumplir, de la obligación o de la suposición. Tal vez sea esta la razón de la inquietud social que produce a menudo.

"Cenar con Diotima", de Anna Pagés, publicado por Herder.
«Cenar con Diotima», de Anna Pagés, publicado por Herder.

Para el genio femenino no hay suposición que valga. Mejor dicho: se vale de sí mismo para sus propias ocurrencias. El genio femenino alza el vuelo como la lechuza de Minerva, pero a cualquier hora del día o de la noche, según convenga. Así pues, las mujeres tenemos una noción del tiempo que puede variar, adaptarse al instante de salir a comprar lo que falta, improvisar una cita, llevar a un pariente a urgencias en veloz carrera porque hay que ponerle varios puntos. El genio femenino es una ocurrencia posible en condiciones imposibles, repletas de obstáculos y retrasos. Por eso las mujeres se enfrentan a lo inédito con una actitud más espaciosa, menos solemne y seguramente menos determinada por las costumbres, aunque parezca todo lo contrario. “No habría nada metafísico en el genio femenino más que lo que pone realmente en juego cada relato de vida» (Cenar con Diotima).

Pensar el genio femenino desde la filosofía implica dibujar el perfil de historias en plural y a dúo. Pero son dos mujeres en espejo, en dialéctica permanente, que pelean, discuten, conversan, salen a pasear, se escriben cartas, se investigan una a otra. Amigas, madres, hermanas, hijas. No hace falta vivir en la misma época para esta tarea singular del juego con la otra mujer.

El genio femenino no tiene que ver con una inspiración especial. No se refiere a una musa etérea; alude a la experiencia singular de mujeres singulares a través y más allá de la situación. La posición femenina se define como una superación de lo concreto

Hannah Arendt estudió la vida de Rachel Varnhagen. Hélène Cixous escudriñó los gestos y mal humor de su madre, un duelo de diosas en la cocina a la hora de desayunar. Lou Andreas-Salomé escribió durante años cartas a Anna Freud, a la que tomó bajo su consejo y protección para servirle de referencia y contarle sobre la nieve, las bufandas que tejía, el tabaco y el café en tiempos de guerra, penuria y escasez.

Esa otra mujer a la que miran las autoras para desarrollar una idea, un presentimiento o una intuición intelectual constituye una referencia básica. Como dirá Hannah Arendt de Varnhagen:

“Lo único que me interesaba era contar la vida de Rachel como ella misma habría podido contarla: contar por qué, a diferencia de lo que los demás decían de ella, Rachel se tenía por un ser fuera de lo común; la razón por la cual, en casi todas las etapas de su vida, expresó todo lo que entendía por ‘destino’ en frases e imágenes siempre iguales. Lo que Rachel quería era exponerse a la vida de modo tal que esta la sorprendiera como una tormenta y sin paraguas” (Rachel Varnhagen. Vida de una mujer judía).

La otra mujer propone, empuja, promete, sugiere de maneras muy diversas versiones de sí misma. Una vida que se pone en juego por intermediación de otra, cuya pasión, pérdidas y ausencias se pueden vivir en carne propia, generando una producción intelectual y artística por fuera de cualquier talla única.

Dos mujeres en dialéctica permanente, que discuten, conversan, pasean, se escriben cartas, se investigan una a otra. Amigas, madres, hermanas, hijas. No hace falta vivir en la misma época para este juego con la otra mujer

Hélène Cixous cuenta que, una mañana, su madre le pide que todavía no suba las escaleras para volver al estudio. La llama por su nombre, reclama que se quede un rato más y a lo mejor le prepare otra tostada (Ève s’évade: la ruine et la vie). Ese instante de debilidad en una madre de gran fortaleza psíquica, que sostuvo a sus hijos después de enviudar, es captado por Cixous como una escena de tragedia griega, en la que los personajes no saben por dónde les conduce el destino inexorable que rodea sus vidas. Madre e hija están inexorablemente unidas a la desaparición de un esposo y un padre que “se llevó sus palabras”.

Lou Andreas-Salomé vive con su marido, profesor de lenguas orientales, en Loufried, en Göttingen, rodeada de bosques. Tiene un perro al que Andreas asusta disfrazándose de distintas maneras para enseñarle a reconocerle en cualquier circunstancia. Freud pidió a Lou que se ocupara un poco de su hija menor, Anna, una joven demasiado pegada al deseo del padre, intensamente frágil y tozuda. Ellas inician una correspondencia –Lou Andreas-Salomé y Anna Freud, À l’ombre du père: correspondance 1919-1937, citado en pág. 147 de Cenar con Diotima– en la que Anna comparte con Lou sus inquietudes sobre el tratamiento y el trabajo con niños, le envía cosas que contribuirán a su comodidad cotidiana. Las dos se encuentran un poco a la sombra de este padre que ocupa el lugar de una ausencia: en el caso de Lou, por la muerte prematura de su padre en su infancia, origen de todos sus síntomas; en el de Anna, por la dificultad de separarse verdaderamente de un padre cuya intensidad humana era quizás demasiado insoportable.

Si lo pensamos literalmente, la idea de la otra mujer permite implementar la posición femenina en el discurso contemporáneo. Esta posición excluye introducir cualquier pretensión de universal que cierre el círculo. No hay círculo que valga sino una especie de trascendencia entre lo que somos y quisiéramos ser o gozar en la vida. La regulación de nuestra existencia no puede hacerse a través de un régimen de vida purificador, como señaló Michel Foucault. Ahora bien, este alejamiento de la filosofía como metafísica convertirá a las mujeres en algo verdaderamente raro en el contexto del mundo actual.

Se tratará de no sucumbir a la fascinación por lo Absoluto. La mujer, radical Alteridad como dirá Lévinas, no es nunca algo en el sentido de la propiedad, la inversión, la absorción. La mujer es un ser que sabe manejar, movilizar, deslizarse. Por eso la virilidad tiene que ver con comprar, poseer, manipular, controlar la realidad del mundo bajo la lupa de la apropiación.

La lechuza de Minerva no busca lo indómito, escondido o metafísico: va al encuentro de la vida diaria. Ahí está la filosofía, en lo que somos, tememos, sufrimos, discutimos, cocinamos

La feminidad no desea apropiarse de otra cosa. Se trata más bien de entender que, en la realidad del mundo contemporáneo, se puede ir más allá de la posesión viril para entrar en relación con otra persona, interpelarla, conversar con ella desde la admiración y el susurro de la confidencia. Y también con el mundo en el que los otros interpelan nuestro inmutable deseo de ser siempre lo mismo.

En el juego de espejos con la otra mujer, ser como ella es una metodología para activar nuevos interrogantes, tan claros de percibir en la otra vida y no en la propia. Se trata de poder aplicarla en otras situaciones sin elevarla a la categoría de paradigma. La lechuza de Minerva alza el vuelo para visitar a los vecinos o quedar en el café de la esquina y contarse la semana, las preocupaciones, las anécdotas. La lechuza de Minerva no busca lo indómito, escondido o metafísico: va al encuentro de la vida diaria. Ahí está la filosofía, en lo que somos, tememos, sufrimos, discutimos, cocinamos.

¿Cuál es la otra mujer en la historia de Diotima? Por supuesto, sin ninguna duda: Sócrates.

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